Los salvavidas no siempre salvan vidas

Esto que os voy a contar le pasó a un amigo

Que le voy hacer. Siempre he sentido una fascinación especial por los chalecos salvavidas.

Por eso cuando, a punto de aterrizar de regreso en el –entonces- aeropuerto Madrid Barajas, vi que todos mis compañeros de curso de inglés en las Inglaterras, mangaban el chaleco que tenían debajo de su asiento, supe que era un “ahora o nunca”.

Me imaginaba poniéndome el chaleco naranjito mangado cual principesca enseña, y lanzándome a las aguas turquesas del mar desde una alta y escarpada roca. Chapuzón nuclear mediante, quedaría sumergido a cámara lenta -rollo anuncio navideño de colonia cara-.

Justo entonces, tiraría de las anillas, se inflaría el invento, que me propulsaría a la superficie como la armadura de Ironman.

Todo el mundo tiene derecho a perseguir su visión.

Lo peor, sin duda, de pasar un mes en Inglaterra, eran los viajes de ida y de vuelta. Cinco horas de bus hasta Londres, dos horas en Heathrow, dos y media de vuelo, y otras dos y media hasta llegar, completamente destrozado, a Pucela.

Me desperté al día siguiente envuelto en sudor. Diez de la mañana. Uno de agosto de 1984. Valladolid. Calorazo del demonio. Estaba solo en casa.

Me levanté, y me fui derechito a por el chaleco.

Lo saqué con dificultad de su funda transparente. Estaba tan bien envuelto, que supe ya que tendría serios problemas para volver a meterlo en su funda. En la funda que me llevaría al mar. Al mar azul turquesa del chapuzón soñado.

Poco imaginaba yo que mis problemas iban a ser muy distintos.

Sin pensármelo dos veces, me lo puse. Venía con unas tiras para atártelo y tal, pero como el 120% de los pasajeros, me había dedicado a hacer el ostias mientras las resignadas azafatas daban las instrucciones de uso de la máscara de oxígeno y del chaleco. Vamos, que pasé de las tiras.

Y entonces vi las anillas. Las anillas que salían de las bombonitas. Las bombonitas que inflarían el chaleco en los profundos dominios del cangrejo Sebastián. Mi visión.

Me pregunté si el aire saldría frío o caliente, y pensé que tendría que salir frío.

Y no sé si fue por comprobarlo (sí) o porque muchas veces soy un goloso (también). Y no sé cómo funcionan estas cosas, pero de pronto pensé algo muy parecido a “Mi visión: ¡A tomar por culo!”.

Y tiré de las anillas con todas mis fuerzas.

Y no pasó nada.

No tiré con la fuerza suficiente. La cara de gilipollas que se me quedó.

“Por lo menos” pensé “no me ha pasado tras subirme a una roca y tirarme al mar”.

Volví a intentarlo una, dos, tres veces. Nada.

A lo mejor estaba roto. A lo mejor ya alguien había gastado el aire de las bombonitas. A lo mejor había conseguido plegarlo, y meterlo increíblemente en su funda. Y lo había puesto bajo mi asiento. A lo mejor había alguien en el mundo tan hábil y al mismo tiempo tan cabrón.

Desolado y humillado por mi falta de fuerza, mi poco compromiso con mis fabulosas visiones y, en fin, por las incertidumbres demenciales a que me sometía mi mente enferma, me tumbé en la cama y seguí examinando el chaleco.

Encontré dos tubitos rojos de plástico. Me llegaban a la boca. Empecé a soplar aire por los dos tubitos a la vez. Lo hice casi sin pensar, perdido en mis pensamientos.

Pensaba en la pesadilla de todo trinca-chalecos: que el mismo avión hiciera un aterrizaje forzoso en el mar y el ocupante de mi asiento no tuviera chaleco que ponerse.

¿Qué sería peor? ¿Verse sin chaleco o tener que hincharlo patéticamente tras el aterrizaje forzoso con los tubitos esos?

En ese momento, sin pensarlo demasiado, volví a tirar de las anillas con todas mis fuerzas.

Y entonces sucedió.

Esta vez sí. Esta vez funcionaron.

El aire que había salido de las bombonitas estaba efectivamente frío.

Pero lo realmente importante es que ese chaleco no estaba pensado para ser hinchado manualmente a medias y luego tirar de las anillas. El chaleco se había hinchado demasiado y me apretaba el cuello horriblemente.

No podía respirar.

Empecé a dar botes en la cama intentando aflojarlo. Era imposible.

Intenté buscar un tapón como el que tienen los patitos esos de los niños. Tanteé urgentemente con mis manos temblorosas toda la superficie del demoniaco artefacto.

Nada.

Me paré un segundo a pensar, mientras notaba chorros de sudor correr por la frente.

Y me di cuenta de dos cosas: una, que perfectamente podía morir en ese momento, si no hacía algo. Y rápido. Dos: me estaba empalmando.

Yo entonces no sabía tanto como hoy de David Carradine o de Michael Hutchence, pero tampoco me hacía falta: mi pobre madre no se merecía esa última imagen de su hijo.

No es que hasta ese día hubiera sido un hijo memorable, pero tampoco era cuestión de pasar a la historia allí, entonces y así.

Me eché al suelo y repté por el pasillo rumbo a la cocina para coger un cuchillo, mientras notaba cómo se me empezaba a emborronar la vista.

Y entonces me visualicé clavándome el cuchillo a lo bestia, y llevándome por delante chaleco y esternón de una tacada.

Y otra vez sin pensar muy bien en lo que estaba haciendo, me detuve para intentar otra vez encontrar en el chaleco ese tapón que no existía, que nunca encontraría.

Entonces, de forma mágica, las puntas de mis índices se metieron ellas solitas dentro de los tubitos rojos que había utilizado para hinchar el chaleco, y apretaron las válvulas como de rueda de las bicicleta que contenían: por ahí sí salió el aire.

Me quedé un rato tirado en el suelo del pasillo boqueando y pensando en que había estado a punto de palmar. Y que, bien mirado, la cosa tenía bastante gracia.

Más tarde mi pobre madre dijo: “Vaya historias me cuentas”.

Y noté que todo el mundo se lo creía a medias. Así que empecé a contar la película como algo que le pasó a un amigo.

Y nos reímos.

Así he podido reírme muchas veces de aquella vez que casi muero de la forma más tonta.

¡MUY FELIZ AÑO A TODOS!

Jorge García Herrero. Abogado.

Más sobrecogedoras historias en el grande, grandísimo blog de mi querida amiga Mariaezú (@MJLetrada), sol que guía la sección de ficción de este blog.